Enseñar a orar

La parábola del niño y la puerta cerrada

Había una vez un niño que vivía en una humilde casa al borde del bosque. Cada mañana se despertaba con el deseo de hablar con su padre, que salía muy temprano a trabajar. Pero como aún era pequeño y no podía alcanzarlo a tiempo, se sentaba junto a la puerta cerrada y decía:

Papá, enséñame a hablar contigo.

Un día, decidió no quedarse simplemente esperando. Se levantó, se acercó a la puerta, y llamó suavemente.

Papá… ¿estás ahí?

Y para su sorpresa, la puerta se abrió.

El padre, sonriente, lo alzó en brazos y le dijo:

Hijo, siempre estoy aquí. Solo tenías que llamar.

Desde entonces, el niño aprendió que para hablar con su padre no necesitaba grandes palabras, solo un corazón abierto. Aprendió a pedir cuando tenía hambre, como quien sabe que no puede cocinar por sí solo. Aprendió a buscar cuando perdía algo importante, sabiendo que su padre le ayudaría a encontrarlo. Y aprendió a llamar, aun cuando pensaba que su padre estaba lejos, porque el amor de un padre nunca está lejos de su hijo.

Con el tiempo, ese niño creció, y cada vez que oraba, sentía una luz dentro de sí. No era una luz que se viera con los ojos, sino con el alma: la luz de saberse escuchado, comprendido, y profundamente amado.

Y tú, ¿te atreves hoy a llamar a la puerta del Padre? Él espera, con el corazón abierto, a que sus hijos le hablen.


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